Para quien no sepa qué es, existe una serie de libros de fantasía costumbrista (sí, sí, costumbrista, no épica, habéis leído bien) llamada Nightrunner que empezó a publicarse en España hace mucho, mucho tiempo. Solo llegaron a publicar los tres primeros libros y ahora están descatalogados (pero me consta que se pueden encontrar algunas traducciones por ahí). Además de que nunca terminaron de publicar la serie, cosa ya terrible de por sí, el gran crimen es que nunca llegaron a Glimpses. Os recomiendo encarecidamente comprar esta maravilla de libro, porque no os decepcionará. Es una colección de relatos escritos por la propia autora, que profundizan más en el trasfondo de algunos personajes. No solo tiene las escenas más explícitas de la serie, sino que además cuenta con numerosas ilustraciones. Como fan de la serie, creo que es el mejor regalo que la autora podría habernos dado.
Volviendo al tema que nos atañe ahora, The Bond es uno de los relatos que se incluyen en este libro. Cronológicamente, debería ir después del segundo libro, aunque se escribió mucho después y por eso puede contener spoilers. Si no habéis leído los tres primeros libros, os recomiendo que lo hagáis antes de leer esto, para evitar los spoilers importantes.
Dicho esto, aquí tenéis la primera parte de The Bond. Supongo que os sonará porque es parecida al segundo libro, pero como esta es mi traducción, espero que os guste y que me digáis qué os parece. Tuve serias dudas con el vocabulario de algunos personajes, pero he intentado adaptarlo todo lo posible al español teniendo en cuenta la forma de hablar y la personalidad de cada uno. ¡Espero que os guste!
Watermead.
Algo rozó la
mano de Alec y el muchacho abrió un ojo, esperando encontrarse con Illia o uno
de los perros.
Nysander estaba
junto a su cama.
–Ve tras él –susurró
el mago, su voz tenue como si llegase desde muy lejos–.
Alec despertó
dando un respingo y con el corazón en un puño. Nysander había desaparecido como
si nunca hubiese estado allí. Y, lo que era peor, Seregil no estaba en la
habitación. Alec deslizó la mano sobre las sábanas entre las que había dormido
su amigo. Estaban frías.
Fuera sueño o
visión, la importancia del aviso de Nysander se hacía más clara a cada segundo
que pasaba.
Alec salió de la
cama, se puso unos pantalones y una camisa, y se dirigió a toda prisa hacia la
puerta. Su pie descalzo tropezó con algo mientras cruzaba el umbral. Era un
grueso haz de pergaminos atados con un simple cordel.
Lo desató y
examinó rápidamente la familiar escritura fluida que cubría la primera página.
“Alec, talí, espero que me recuerdes con cariño, e
intenta...”.
–¡Maldita sea! –las
páginas volaron en todas direcciones mientras Alec salía corriendo hacia los
establos–.
Era demasiado
pedir que Seregil se hubiera marchado a pie; Cynril no estaba en su casilla.
Montado a pelo sobre Parche, Alec buscó las huellas de la yegua y no tardó en
encontrarlas. La característica huella del casco trasero derecho, ligeramente
abierta, se distinguía con toda claridad en el polvo del camino más allá de la puerta
del patio.
Espoleó a
Parche, bajó la colina al galope, cruzó el puente y se detuvo en la
intersección de los dos caminos para ver por dónde se había marchado Seregil.
Pero no había ni
rastro de Cynril. Mientras maldecía para sus adentros, Alec desmontó para
explorar el camino más de cerca. Regresó siguiendo sus propios pasos por el puente
y escudriñó la ladera, en busca de algún signo revelador en el prado cubierto
de rocío. Pero tampoco encontró nada allí, ni en el sendero de la colina.
Estaba a punto de volver a por Micum, cuando un poco de gravilla removida hacía
poco en la orilla del arroyo, al otro lado del puente, llamó su atención.
“¡Has subido por
el lecho del río, bastardo escurridizo!”, pensó Alec, embargado por una
reticente admiración. El puente era demasiado bajo como para pasar a caballo por
debajo, y el rastro no continuaba al otro lado. Río arriba se encontraba el
estanque de nutrias de Beka y el fatídico paso que Alec había cruzado para llegar
al valle de Warnik.
Y, más allá,
todo el jodido mundo.
Volvió a montar
y cabalgó vereda arriba. El lecho del arroyo se iba haciendo más escarpado, y
Alec no tardó en llegar al lugar en el que Seregil se había visto obligado a
volver al sendero. A juzgar por el rastro, a partir de ahí había empezado a
viajar deprisa.
Ignorando las
ramas que azotaban su rostro y sus hombros, Alec espoleó a Parche y volvió a
lanzarse a galope tendido. Cuando el claro que rodeaba el estanque apareció ante
sus ojos, se sintió tan aliviado como sorprendido al ver a Seregil allí,
completamente inmóvil sobre su silla de montar, como si estuviera admirando la
mañana.
La primera
reacción de Alec frente a la carta de Seregil no fue más que un deseo
desesperado de encontrarlo. Ahora se daba cuenta de que también había estado
combinado con una generosa dosis de furia. Cuando Seregil alzó la cabeza y lo
miró con una expresión que era una mezcla de sorpresa y desconfianza, la ira se
apoderó de él. Así era como se miraba a un enemigo.
O a un extraño.
–¡Espera...! –exclamó
Seregil, pero Alec lo ignoró–.
Picó espuelas, cargó
y se echó sobre Seregil antes de que este pudiese apartar a su propio caballo del
camino. Los animales chocaron, y Cynril se encabritó, arrojando a Seregil a las
aguas. Alec saltó y entró en el agua detrás de él. Lo agarró de la solapa de la
túnica, lo levantó a pulso hasta que estuvo de rodillas y agitó el pergamino
arrugado delante de sus narices.
–¿Qué se supone
que es esto? –vociferó–.
¿"Todo cuanto tengo
en Rhíminee es ahora tuyo"?
¿Qué es esto?
Seregil forcejeó
hasta que se puso en pie y se liberó, sin mirar a Alec a los ojos.
–Después de todo
lo que ha ocurrido... –se detuvo y respiró hondo–. Después de todo aquello,
decidí que lo mejor para todo el mundo sería desapareciera.
–Decidiste. ¿Tú decidiste? –furioso, Alec
sujetó a Seregil con
ambas manos y lo zarandeó–.
El arrugado
pergamino navegó a la deriva por el estanque, se quedó pegado a una piedra
durante un momento, y desapareció dando vueltas río abajo sin que nadie se
percatara.
–¡Te seguí por
medio mundo hasta llegar a Rhíminee tan solo porque tú me lo pediste! Te salvé la
maldita vida dos veces incluso antes de llegar allí, ¿y cuántas veces más desde
entonces? Estuve contigo enfrentándome a Mardus y a todos lo demás. Pero ahora,
después de haber estado deprimido todo el verano, ¿tú decides que estarías mejor sin mí?
El sombrío
rostro de Seregil se tiñó de color.
–No era mi
intención que te lo tomaras así. Por los cojones de Bilairy, Alec, ya viste lo
que ocurrió en El Gallito. Fue culpa mía. ¡Mía! Y si no acabaste como ellos,
fue solo gracias a la perversa vanidad de Ashnazai. Micum se ha quedado cojo
para el resto de su vida, por si no te habías dado cuenta, y aun así tiene
suerte de estar con vida. ¿Tienes la más remota idea de cuántas veces han
estado a punto de matarlo? Y Nysander... ¡no olvidemos lo que hice por él!
–¡Nysander me envió!
Seregil
palideció.
–¿Qué?
–Nysander me
envió a buscarte –le dijo Alec–. No sé si era un sueño, un fantasma o qué, pero
me despertó y me dijo que fuera a por ti. Por las manos de Illior, Seregil,
¿cuándo vas a perdonarte por haber hecho lo que él te pidió?
Se detuvo cuando
se dio cuenta de algo.
–¿Cuándo vas a
perdonar a Nysander?
Seregil lo
fulminó con la mirada sin decir palabra, y apartó las manos de Alec. Se
arrastró chapoteando hasta la orilla y se dejó caer sobre un tronco que había
frente al estanque. Alec lo siguió y se acomodó sobre una roca, a su lado.
Seregil agachó
la cabeza y exhaló un suspiro tembloroso. Al cabo de un momento, dijo:
–Él lo sabía.
Debería habérmelo dicho.
–Habrías tratado
de detenerlo.
–¡Pues claro que
sí, joder! –Seregil estalló en
un arrebato de ira mientras apretaba los puños sobre sus rodillas–.
Lágrimas de
furia resbalaban por sus mejillas, las primeras que Alec le había visto
derramar.
–Si lo hubieras
hecho, habríamos fracasado –dijo Alec al tiempo
que tomaba asiento junto a él en
el tronco–. Todo aquello por lo que
Nysander había trabajado tanto,
se habría perdido. El Yelmo se habría apoderado de él, y habría acabado siendo
su Vatharna.
Por
un breve instante, Alec creyó sentir de nuevo el contacto del mago sobre su
mano.
–Creo que debe sentirse
muy agradecido.
Seregil se
cubrió el rostro y, por fin, cedió a unos sollozos
silenciosos. Alec lo rodeó con un
brazo y lo sujetó con fuerza.
–Eras el único
que lo amaba tanto como para no vacilar cuando el momento llegara. Él lo sabía.
Al final, lo salvaste de la única manera que podías hacerlo. ¿Por qué no
quieres verlo?
–Todas estas
semanas... --Seregil se encogió de hombros con aire de impotencia–.
Tienes razón, tienes razón en todo. Pero ¿por qué no puedo sentirlo? ¡Ya no
puedo sentir nada en absoluto! Es
como estar perdido en una oscura niebla. Os miro a los demás y veo cómo sanáis,
cómo seguís adelante... Yo quiero hacerlo, ¡pero no puedo!
–¿Al igual que
yo no conseguía saltar aquella vez, en la fortaleza de Kassarie?
Seregil soltó
una risilla ahogada.
–Supongo que sí.
–Entonces deja
que te ayude del mismo modo que tú me ayudaste entonces –insistió Alec–.
Seregil se
limpió la nariz con su ya empapada manga.
–Si no recuerdo
mal, te lancé al vacío desde un tejado.
–Muy bien. Si
eso es lo que hace falta para que te des cuenta de que no voy a dejar que te
marches como un perro viejo dispuesto a morir, estupendo.
La mirada de
culpabilidad que cruzó el rostro de su amigo le dijo a Alec que sus peores
temores habían sido fundados.
–No te dejaré ir
–dijo de nuevo, aferrado a la manga de Seregil para dar más énfasis a sus
palabras–.
Seregil sacudió
la cabeza tristemente.
–No puedo
quedarme aquí.
–Pues vale, pero
no me vas a dejar aquí.
–Pensé que
serías feliz en Watermead.
–Los quiero a
todos como si fueran de mi propia familia, pero no... –Alec se interrumpió al
sentir que su rostro se ruborizaba–.
–¿Pero no qué? –Seregil
se volvió y apartó un mechón de pelo húmedo del rostro del Alec mientras
estudiaba su expresión.
Alec se obligó a
enfrentarse directamente a la inquisitiva mirada de Seregil.
–No tanto como
te quiero a ti.
Seregil lo miró
un momento, sus ojos grises aún tristes.
–Yo también te
quiero. Más de lo que he querido a nadie desde
hace mucho tiempo. Pero eres tan
joven, y... –abrió las manos y suspiró– No me parece correcto.
–No soy tan joven
–replicó Alec con tono irónico, pensando en todo por lo que habían pasado
juntos–. Pero soy medio faie, así que tengo muchos años por delante. Además,
ahora empiezo a entender el Aurënfaie, sigo sin saber diferenciar entre los
tenedores para caracoles y aún no puedo forzar una cerradura Triple Cuervo.
¿Quién más me iba a enseñar todo eso?
Seregil volvió a
mirar hacia el estanque.
–Padre, hermano,
amigo y amante.
–¿Qué? –Alec
sintió que el frío sobrecogía su corazón; Mardus había dicho casi las mismas
palabras al hablar de su relación con Seregil–.
–Algo más que me
dijo el Oráculo de Illior aquella noche en la que le pregunté por ti –respondió
Seregil mientras observaba cómo una nutria se zambullía en el estanque–.
Pensaba que ya lo había dejado todo bien atado, pero no es cierto. He sido los
tres primeros para ti y me juré a mí mismo que eso era suficiente, pero si te
quedas conmigo...
–Lo sé.
Tomándole
desprevenido, Alec se inclinó hacia delante y juntó sus labios con los de
Seregil, con la misma mezcla de torpeza y determinación que había sentido la
primera vez. Pero cuando sintió que los brazos de Seregil lo rodeaban en un acogedor
abrazo, la confusión que había sentido durante todo el invierno se desvaneció
como la niebla ante un viento cambiante. Toma lo que los dioses envíen, le
había dicho Seregil más de una vez.
Lo haría, y de
buena gana.
Seregil se
apartó ligeramente y sus ojos grises reflejaron algo parecido al asombro
mientras tocaba la mejilla de Alec.
–Cualquier cosa
que hagamos, talí, la
haremos con honor.
Antes que nada, soy tu amigo y
siempre lo seré, aunque en el futuro tomes un centenar de esposas o de amantes.
Alec empezó a
protestar, pero Seregil sonrió y apoyó un dedo contra sus labios.
–Mientras tenga
un lugar en tu corazón, me daré por satisfecho.
–Siempre tienes
que decir la última palabra, ¿no es cierto? –gruñó Alec antes de volver
a besarlo–.
De pronto, la
sensación del esbelto cuerpo de Seregil apretándose contra el suyo propio le
parecía tan sencillo y natural como un arroyo desembocando en otro. La única
preocupación que seguía acechándolo era que no sabía muy bien cómo debía
proceder a partir de ahí.
Muchas gracias me encanta esta 1º parte. Besos
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