¿Os gustó la primera parte del relato que compartí en la entrada anterior?
¡Porque hoy os traigo la segunda parte!
Espero que estéis disfrutando de The Bond ("El vínculo").
Avisadme si hay algo raro, para poder arreglarlo antes de subirlo todo en un PDF.
Después de
aquello, el día en Watermead transcurrió con total normalidad. Podría haber
pasado por cualquier otra de sus visitas, pero no lo era. Incluso después de
las confesiones que se habían hecho en el estanque de las nutrias, Alec podía
sentir la persistente tristeza que se aferraba a Seregil. Supuso que era mucho
pedir que lo sucedido esa mañana fuera suficiente para sanar las heridas de su
amigo. Cuando Seregil se percataba de que Alec le estaba mirando, sonreía y se
mostraba alegre, pero cuando pensaba que nadie lo veía, su luz se apagaba un
poco. Así que Alec no dijo nada, pero no le quitó el ojo de encima, y por eso pilló
a Seregil mirándole con expresión de preocupación. Alec se preguntó si se
estaba empezando a arrepentir de lo que había dicho por la mañana.
Cualquier cosa que hagamos, talí, la haremos con
honor.
Las cosas habían
cambiado entre ellos en el estanque de las nutrias.
Podrían haber
cambiado a peor si Alec no hubiera llegado a tiempo. Todavía le dolía pensar en
que Seregil había intentado abandonarlo.
Seregil parecía
estar decidido a que pasaran el día ocupados en la granja, llevando agua y leña
para Kari, ayudando a Micum a atender a un caballo con una llaga en la pata, y
conduciendo una carreta hasta un campo donde unos trabajadores estaban
cosechando heno. Alec aprovechó el viaje de vuelta con un cargamento de heno.
–¿Esta mañana te fuiste con la intención de morir?
Seregil permaneció un rato callado, mirando fijamente el camino que se
extendía ante ellos, las riendas sueltas en sus manos.
–No lo sé –dijo al fin–. Es posible. Siento haberte asustado.
–No lo vuelvas a hacer.
–No lo haré –Seregil se giró hacia él con expresión solemne –. Tienes
mi palabra, Alec. Rei phöril...
Alec lo sujetó del hombro
–No hace falta. No necesito que jures nada. Dijiste que nunca me
mentirías, y te creo.
–Gracias –Seregil sonrió, esbozando una verdadera sonrisa, y lo besó–.
Alec se quedó sin respiración; era la primera vez que Seregil iniciaba
un beso entre ambos. También quería hacerle preguntas de otro tipo, pero no era
capaz de encontrar las palabras a plena luz del día.
Cualquier cosa
que hagamos...
No podía evitar pensar en aquella noche en la que había encontrado a
Seregil holgazaneando en un burdel de luz verde en la calle de las luces, y en
aquel primer y estimulante arrebato de atracción sexual que había sentido
entonces... porque ahora Alec entendía lo que aquello había sido. Los muy
detallados murales en las paredes del burdel lo despojaron de todas las dudas
que pudiera haber tenido acerca de los placeres que dos hombres podían
encontrar juntos. Algunas cosas no eran tan distintas de lo que había hecho con
Ylinestra y Myrhichia, aunque... ¿quién le hacía qué a quién cuando los dos
eran hombres? Seregil podía haber bromeado de forma ocasional, pero nunca había
tocado el tema directamente ni había dado muchos detalles, así que Alec se
resignó a sentir una confusa mezcla de anticipación e inquietud, al igual que
preocupación por Seregil. Esa misma mañana había estado a punto de marcharse a
morir, ¿quizás Alec estaba esperando demasiado?
A la hora de la cena, ya estaba deseando que el sol se pusiera más
rápido para poder quedarse a solas con Seregil y hablarlo. Luego, mientras
estaba sentado frente al hogar con Seregil y los Cavish, con el pequeño Gherin
en brazos para que Kari pudiera tejer, empezó a sentirse cada vez más nervioso
y avergonzado. Seregil estaba bostezando, claramente agotado.
Alec estaba más y más callado según se acercaba la noche, y Seregil era
consciente de cómo su mirada se fijaba en él cuando creía que Seregil no estaba
mirando. No era solo el alcohol o el calor de la chimenea lo que mantenía ese
constante rubor en las suaves mejillas de su amigo. Cuando Arna le preguntó a
Alec si se encontraba bien, el tono se oscureció, pasando del rosa a un claro
tono rojo.
La seguridad que Seregil había sentido esa mañana se desvanecía poco a
poco. Es demasiado pronto. No tengo derecho.
Pero su memoria lo traicionaba, repitiendo las palabras del Oráculo una
y otra vez: Padre, hermano, amigo y amante. Los inocentes besos de Alec,
que tanto le habían conmovido en la playa de Plenimar, hoy le dejaban con la
certeza de que ya no eran solamente amigos, y mucho menos maestro y aprendiz.
Habían forjado un vínculo gracias a la confianza mutua y a las adversidades.
Cada uno le debía la vida al otro. Seregil no estaba seguro de cuándo se había
enamorado de Alec; le había llevado demasiado tiempo admitirlo.
Amigo. ¿Amante?
Seregil recordó sus primeros abrazos con Ilar, tan indecisos. La mezcla
de miedo, y emoción, y desconcertante deseo. Aunque luego había llegado a odiar
al mentiroso hijo de puta, tenía que admitir que Ilar había sido el primer
amante perfecto: amable, paciente, y tan poco exigente. No habían tenido mucha
privacidad en aquel campamento de verano, y ni siquiera habían estado desnudos
delante del otro. De todos modos, Seregil lo había amado, y había vivido por y
para sus caricias hasta que Ilar rompió su corazón y cambió su vida para
siempre.
No fue algo que lo preparase mucho para su primera noche en la cama del
príncipe Korathan, menos de un año después. No fue amor lo que le metió en esa
cama, sino la desesperación de la soledad. El joven príncipe también había sido
amable, pero menos paciente y mucho menos comedido. Hasta entonces, Seregil no
se había dado cuenta de que su forma de hacer el amor con Ilar no había sido
sino meros preliminares. Desde el principio, Korathan esperaba de Seregil mucho
más que eso (y lo consiguió). Seregil apenas había podido salir de la cama
durante las primeras mañanas. Afortunadamente, Korathan era tan cuidadoso dando
placer como terco para recibirlo. Seregil no lo había amado, pero se sentía muy
agradecido por la sensación de paz que durante un tiempo había encontrado entre
los fuertes brazos de aquel joven. Todo eso también había acabado súbita y
dolorosamente cuando Phoria los había pillado juntos una noche.
Tenía intención de hacerlo mejor con Alec.
Seregil quería más que eso.
No se había dado cuenta de cuánto había divagado hasta que Kari dejó de
tejer y tomó a Gherin de los brazos de Alec.
–Seregil, Alec se va a quedar dormido en su silla después de la paliza
que le has dado hoy. Id a la cama de una vez.
Sonrió mientras lo decía, pero parecía que había leído su mente.
¿Estaba Seregil imaginándose cosas porque se sentía culpable, o le estaba
advirtiendo de algo con su mirada?
Micum se puso de pie, se estiró y alzó a Luthas, que había estado
jugando con una cuchara de hueso a sus pies.
–¡Buenas noches! Y recuerda que mañana quiero comprobar cómo vas con la
espada, Alec.
–Estaré preparado. Todavía me quedan algunas zonas de piel que no están
cubiertas de moratones.
Por fin a solas, Seregil y Alec se quedaron sentados y en silencio
mientras miraban el fuego. Seregil sabía que pasarían el resto de la noche del
mismo modo si no hacía nada, así que se puso en pie y extendió una mano hacia
Alec. Le ayudó a levantarse de la silla y lo rodeó con sus brazos sin apretar
demasiado.
Alec le devolvió el abrazo, pero su voz vacilaba cuando dijo:
–Necesitas dormir.
–No pasa nada.
Alec reposó su cabeza contra el hombro de Seregil durante un momento,
tomó su mano y lo llevó al dormitorio que habían compartido tan castamente.
Arna había apagado la chimenea en la habitación de invitados y el calor
permanecía en el aire, junto con el aroma de las astillas de pino, y la mezcla
de olores de la madera de cedro cortada y las dulces hierbas que se esparcían
por encima. El viento nocturno suspiraba suavemente por la chimenea, provocando
que los tintineantes rescoldos irradiaran un brillo rojo bajo una fina capa de
cenizas. Los ratones no paraban de moverse por el hueco entre el techo y el
tejado de paja, y se oía a un grillo solitario en algún rincón oscuro.
Alec se detuvo al lado de la cama, lo sujetó por los hombros con más
suavidad que en el estanque y besó a Seregil con su firmeza y sinceridad
características. A pesar de su falta de experiencia, había en sus besos una
brutal honestidad que caldeó hasta los rincones más oscuros y fríos del
maltrecho corazón de Seregil.
–Talí –era la única cosa que podía abarcar todo lo que Seregil sentía
en ese momento–.
Alec sonrió.
–La primera vez que me llamaste eso fue por accidente.
–Sin darme cuenta, quizá, pero no fue un accidente.
Las mejillas de Alec se tiñeron de púrpura cuando declaró:
–Tú también eres mi talí.
Alec sabía que algo iba a pasar esa misma noche; algo que cambiaría
para siempre el modo en el que se miraban el uno al otro. Seregil era su amigo.
Alec no quería que eso cambiara, y a la vez, sí quería.
Permanecieron abrazados durante un rato.
–¿Y ahora qué?
La risa de Seregil provocó un cosquilleo a través de su torso.
–No tienes nada que temer.
–¡No tengo miedo!
Alec no parecía muy convencido y sintió que se ruborizaba.
–Alec, eres mi amigo y mi talí. Tú y nadie más. Si no quieres hacerlo, nada
cambiará para mí.
Alec rodeó la cintura de Seregil con más fuerza. Podía sentir el
corazón de Seregil latiendo contra el suyo propio. Unos dedos cálidos
acariciaron su nuca. Unos labios ardientes besaron su frente. Seregil no dijo
nada, pero Alec sabía que estaba esperando una respuesta.
Besó a Seregil y murmuró:
–¿Qué hacemos ahora?
–A la cama.
Seregil lo liberó y se arrancó las ropas. Estaba más delgado que de
costumbre, gracias al verano que había pasado guardando luto, pero para Alec
seguía siendo tan hermoso como siempre. Entonces se dio cuenta, a pesar de su
vergüenza, de que el miembro de Seregil no estaba rígido bajo esa mata de pelo
negro. Y ahora que se fijaba, lo cierto era que el suyo tampoco.
–Algo va mal...
Seregil sonrió.
–No, nada va mal.
Terriblemente colorado, Alec apartó la mirada y empezó a desvestirse,
pero cuando solo le quedaba la camisola, Seregil tomó su mano y lo detuvo.
–Túmbate.
El corazón de Alec palpitaba contra sus costillas mientras retiraba la
colcha y se metía entre las sábanas recién lavadas y secadas al sol. Cuando
Seregil se metió a su lado, su corazón latió un poco más fuerte.
Tras apartar el brazo derecho de Alec, Seregil se acurrucó a su lado
reposando la cabeza sobre su torso, y con su brazo ceñido a la cintura de Alec.
Bostezó, y Alec sintió cómo la tensión abandonaba el cuerpo de su amigo... de
su talí. Volvió a sentir algo parecido
al abrazo de por la mañana; sentía que era algo sencillo y natural. Su
temperatura corporal ascendió mientras acariciaba el sedoso pelo castaño de
Seregil y observaba las sombras cambiantes de los travesaños. En esa posición,
podía disfrutar del suave ritmo de la respiración de Seregil contra su pecho,
sintiéndola a través de la fina tela de su camisola. Había dormido al lado de
Seregil muchas veces, pero nunca de este modo.
Después de unos minutos, Seregil alzó la cabeza y miró a Alec.
–Todavía veo dudas en tu mirada.
Alec titubeó y usó todo su coraje para conseguir expresar su principal
preocupación.
–¿Recuerdas cuando te encontré en aquel burdel de luz verde?
Seregil sonrió.
–Fue un momento memorable, sin duda.
–Bueno, pues... –¡Esto era tan difícil como obligarse a saltar de la fortaleza
de Kassarie! Pero esta vez consiguió hacerlo sin que tuvieran que empujarle–.
Simplemente es que... he estado pensando en esos murales.
Seregil levantó una ceja, divertido.
–¿Quieres un tablón de burdel para poder elegir o qué?
–¡No! Es solo que... no estoy seguro de que quiera hacer algunas de
esas cosas. ¡Muchas de esas cosas!
–¡Olvídate de todo eso! –Seregil apartó un rebelde mechón rubio de la
mejilla de Alec–. Creo que sé lo que te gustará hacer esta noche. Y si no te
gusta, siempre puedes decirlo.
Alec se detuvo y se apartó de Seregil, lo suficiente para quitarse la
camisola sin darle un codazo en la cara. Luego apartó la colcha de una patada.
Seregil se quedó con los ojos como platos, sin duda sorprendido por el
cambio en el normalmente modesto Alec. Se acercó a él y lo besó, deslizando la
punta de su lengua sobre los labios cerrados de Alec. Algo raro, pero muy
placentero, así que Alec imitó sus movimientos. Con ello consiguió que un
sonido de aprobación escapara de los labios de Seregil, y ahora podía sentir su
larga erección contra su cadera, y la suya propia contra su tripa.
Apartándose un poco, jadeó:
–Enséñame.
Y Seregil, siempre un dedicado profesor, lo hizo. Primero despacio, con
dedos, labios y lengua, tocándolo de un modo que hacía a Alec jadear y temblar.
Seregil le mostró aquellas zonas sensibles que ni siquiera sabía que tuviera: el
lateral de su cuello, la curva de un codo, un tobillo, detrás de sus
testículos. Ahogado por las sensaciones que lo abrumaban, Alec se limitaba a
estar tumbado y dejar que Seregil hiciera lo que quisiese; nunca había sentido
nada así, ni siquiera con Myrhichia. El miembro le dolía, pero Seregil no lo
tocó, ni siquiera cuando Alec empezó a moverse bajo sus manos, intentando
llevarle hacia él.
Seregil se rió por lo bajo y se tendió a su lado. Besó la rodilla
derecha de Alec, luego justo sobre ella, y un poco más arriba, y luego un poco
más arriba, recorriendo lentamente el camino que subía hasta el linde de
aquella isla de rizos rubios bajo la erección de Alec. La respiración de Alec
se aceleró cuando Seregil empezó a hacer círculos con su lengua sobre la
receptiva piel que iba desde ahí hasta la cadera. Myrhichia lo había tomado con
su boca y había usado su lengua para darle placer. Había sido excitante y
placentero, pero lo fue muchísimo más cuando Seregil hizo lo mismo, con una
habilidad que rivalizaba con la de la cortesana. Alec deslizaba sus dedos
temblorosos entre los cabellos de Seregil, apenas consciente de estar
suplicándole, entre susurros y de forma incoherente, que le permitiera
terminar. Pero Seregil se detuvo muy pronto. Demasiado pronto.
–Aún no, talí –dijo Seregil trazando una última línea con su lengua a
lo largo del miembro de Alec, desde la base hasta la punta–.
Ayudó a Alec a sentarse, y le indicó que apoyara la espalda contra su
torso. Seregil empezó a besar y mordisquear la piel de su nuca y de sus
hombros, sin dejar de acariciar su pecho y su abdomen seductoramente, a tan
solo unos centímetros del lugar que Alec más deseaba que volviera a tocar.
Seregil murmuró algo en Aurënfaie contra su piel.
–¿Qué?
–Mi corazón te pertenece, ahora y siempre.
–Y el mío –jadeó Alec mientras un pulgar pasaba por encima de su pezón
izquierdo– Quiero decir... que el mío es tuyo.
Seregil se rió, con una risa intensa, profunda y gutural, y pasó su
lengua por la oreja de Alec mientras jugueteaba con el endurecido pezón entre
dos dedos.
Alec se sintió algo aturdido. Ylinestra había sido dominante y había
hecho trampas con magia; Myrhichia fue dulce y amable. Y por primera vez en su
vida, Alec estaba experimentando la unión entre amor y sexo, y era mejor que
cualquier tipo de magia.
De hecho, era demasiado bueno. Cuando Seregil tomó el miembro de Alec
con su mano y lo masturbó mientras mordía en el lugar donde el cuello de Alec
se encontraba con su hombro, fue demasiado para él. Alec arqueó la espalda
entre sus brazos, perdiendo la visión en medio de un largo y agónico placer, y
corriéndose sobre su torso, su abdomen y la mano de Seregil. Más mortificado de
lo que se puede expresar, un débil Alec intentó zafarse de Seregil, pero este
lo sujetó firmemente.
–Está bien, talí, lo tomo como un cumplido –Seregil murmuró contra su
mejilla, antes de lamer un dedo reluciente, como si estuviera cubierto de miel–.
Alec sintió una nueva punzada de deseo. Encontró la camisola que había
tirado antes y limpió aquel desastre. Después, dándose la vuelta entre los
brazos de su amante, acunó los testículos de Seregil con una mano, mientras con
la otra recorría la longitud de su suave y tersa erección con los dedos,
fascinado al notar el peso del miembro de otro hombre en su mano.
–Enséñame más cosas.
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